LOS ZARCILLOS
— Cuento de Manuel Chaves Nogales, periodista y escritor español que nació el año 1897 en Sevilla y falleció en Londres en 1944 —
No fue que las mayores la abandonaran, no. Salió con ellas del colegio, y, cogida de la mano, llegó hasta la plazuela. Después, como ocurre en todas las grandes catástrofes, las versiones eran contra- dictorias. Hay quien dice que ella sola se escapó por las callejuelas prohibidas; otros afirman que se quedó embebecida ante la cacharrería, y otros, en fin, aseguraban que se durmió allí mismo, en aquel portal, donde ya anochecido la encontró su madre.
Lo cierto y verdad era que llegó a la plazuela con las mayores; pero se pusieron a jugar como unas locas y se olvidaron de ella. Era aún muy pequeñita, y, además, tenía un alto concepto de sí misma, por lo que se alejó sin sentimiento de aquella turbamulta, yéndose pasito a paso hacia el zaguán es- condido en el fondo de la plazuela, donde estuvo revisando sus conceptos del mundo y de la vida. Una personita de una vara tiene que resolver por sí sola muy arduos problemas de filosofía si quiere apare- cer sensata.
Los académicos, los profesores, la gente grave y empingorotada del mundo han dado al acto de re- flexionar una exagerada importancia; y si decimos que aquella chicuela de cuatro años estaba reflexio- nando, se volverán contra nosotros. Reflexionaba, sin embargo, y puestos de acuerdo su corazón de pichoncillo y su cabeza de chorlito, convenían en reconocer que la vida es francamente grata. Compla- cíanla aquella suavidad del atardecer, el oro viejo del sol que se posaba en las azoteas y los miradores, la cantata de la viudita del conde Laurel, que quiere casarse y no encuentra con quién, y, sobre todo, aquella libertad de moverse y reírse, ganada en las interminables horas de inmovilidad y silencio que el colegio imponía. No podía dudarse de que la vida es buena.
Para que no le faltase nada, llegó con pasos quedos hasta ella una pobre mujer, arrebujada en unmantoncillo sucio, que, mirándola fijamente, le dijo admirativa y cariñosa:
iOh, qué niña más bonita!
Había algo extraño en los ojos de la mujer del mantoncillo, y la niña debió advertirlo. Pero aque- llos cuatro palmos de persona tenían ya su buena ración de vanidad y se rindió al halago.
Sí, señor, bonita; muy bonita —siguió diciendo la mujer, mientras la chicuela se ruborizaba, encogidita de vergüenza.
Mentía la mujer; la chiquita era fea: tenía las piernas delgadas y negras, la boca grande, las orejas despegadas. Tal vez por esto fue más sensible a la adulación y desechó toda sospecha.
¿Me quieres dar un beso, preciosa? Ven acá, hija mía; ajajá. ¡Qué linda! —y la besuqueaba
melosa, dejándole sobre la carilla exangüe la saliva congelada de su bocaza.
Así me gustan a mí las niñas, tan seriecitas. ¿Ves? Por eso te quiere tanto tu mamá y por eso te peina y te compone. Por buena; por buena te ha comprado estos zarcillos tan bonitos,
¿verdad?
La chicuela asentía complacida, y, sin poder dominar su orgullo, ladeó la cabeza, mostrando la
orejita traslúcida y el zarcillo de coral fino que le cosquilleaba en el cuello.
¡Preciosos! ¡Preciosos! —exclamaba la mujer—. Yo tengo una niña tan bonita como tú y voy a
comprarle unos zarcillos iguales.
¿Tú tienes una niña?
Sí, tengo una; pero la pobrecita no tiene zarcillos.
Cómprale unos como estos.
Sí que se los compraré. Pero ¿cómo voy a encontrarlos tan bonitos? Verás, déjame esos; voy a la tienda, compro unos iguales y después te traigo los tuyos, ¿quieres? Mi niña se pondrá tan contenta... Anda, dámelos.
La chicuela, complaciente, mostró otra vez la orejita y la mujer abrió el broche y sacó el zarcillo. Buscó el otro, ya con cierta brusquedad, y, al cogerlo, tiró nerviosamente, amenazando romper el ló- bulo. Dos grandes lágrimas aparecieron en los ojos de la niña. Iba a llorar; pero la mujer la consoló, diciéndole:
No llores, tonta; te los traeré en seguida. Espérame aquí; espera...
Y se marchó; la niña la vio cómo corría. Pensó en la alegría que recibiría la otra niña, la hija de aquella buena mujer, y, sacando del bolsillo unos guijarros blancos, se puso a jugar, tirándolos hacia lo alto y recogiéndolos con la misma mano.
Una, dos; una, dos, tres, cuatro; una, dos...
Cuando echó una ojeada a la plazuela se habían ido ya todas las niñas. ¿Tardaba la mujer? No, to- davía no. Siguió jugando.
Una, dos, tres; una, dos; una, dos, tres...
Pasó el farolero con su gran palo sobre el hombro; se iluminaron los balcones de la plazuela y el frío empezó a rondarle las piernas. ¿No vendría la mujer? Sí, sí vendría; le había dicho que la esperara.
Una, dos; una, dos, tres, cuatro...
El último pájaro de la tarde, perdido su nido, anduvo revoloteando a la desesperada por la plazue- la; aterrorizado, volaba sin tino, chocando contra las paredes, metiéndose en los zaguanes, abatiéndo- se sobre el empedrado. Por fin encontró su camino y se fue. Ya no volvió a oírse en la plazuela olvida- da más que el fuerte compás de unos pasos que de tiempo en tiempo la cruzaban.
La chicuela empezó a temer. ¿A qué? No lo sabía; tal vez a todo; al ruido y al silencio; a la luz y a las sombras. A todo, menos a la sospecha de que la mujer no volviera. ¡Cómo no había de volver, si se llevó sus zarcillos y tenía que traérselos! Su confianza era ciega, absoluta. Volvería; tarde o temprano, volvería. Hay que tener cuatro años para creer así.
En tanto, la madre, sobresaltada, iba buscándola por calles y plazas. Cuando la encontró estaba muy acurrucadita en el umbral, jugando maquinalmente con sus guijarros blancos.
Uno, dos, tres; uno, dos...
Le contó el caso, y la madre, congestionada, puesta en jarras, prorrumpió en dicterios:
¡Puerca! ¡Ladrona! ¡Robar a una niña inocente!
La chica no se explicaba con claridad todo aquello y siguió sentadita en el umbral.
Y tú, tonta -la interpeló la madre-, ¿qué haces ahí todavía? Anda para casa.
¿A casa? -preguntó horrorizada la chiquilla-. ¡A casa, no! Yo tengo que esperar a que esa mu- jer me traiga los zarcillos.
Ya no anduvo la madre con contemplaciones. La agarró de un brazo y a rastras se la llevó de allí.
Furiosa, la chicuela gritaba:
¡Que no, que no! ¡Que tengo que esperar a que me traigan mis zarcillos!
Tardó mucho tiempo, años quizá, en desechar la idea de que había perdido sus zarcillos porque no la dejaron esperar a que volviese la mujer. Tardaría, ¿por qué no? Pero volver, ¡vaya si debió volver!
PREGUNTAS SOBRE EL TEXTO
1 |
Resume en 5 ó 6 líneas el contenido del texto. |
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Describe a la niña del cuento. |
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La niña del cuento “estuvo revisando sus conceptos del mundo y de la vida”. ¿Qué cosas de la vida gustaban a la niña? |
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4 |
¿Por qué la niña no desconfió de la “mujer del mantoncillo”? |
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Explica lo que quiere decir el autor con estas palabras: “Hay que tener cuatro años para creer así”. |
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6 |
Explica con tus palabras el significado de las siguientes expresiones: |
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7 |
Analiza las palabras subrayadas en el texto: |
“No fue que las mayores la abandonaran, no. Salió con ellas del colegio, y, cogida de la mano, llegó hasta la plazuela”. |
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Analiza las formas verbales que aparecen subrayadas en la oración siguiente: |
“Tardó mucho tiempo, años quizá, en desechar la idea de que había perdido sus zarcillos porque no la dejaron esperar a que volviese la mujer”. |
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En el análisis debes incluir: PERSONA • NÚMERO • TIEMPO • MODO • VOZ • VERBO EN INFINITIVO |
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Tardó:
había perdido:
volviese: |
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9 |
Analiza sintácticamente la siguiente oración: |
“Llegó con pasos quedos hasta ella una pobre mujer”. |